Presentamos una nueva edición de la semana Magna Mulieribus. Una semana dedicada a actividades relacionadas con mujeres relevantes en el mundo de la música.
Puedes ver toda la programación en esta presentación:
Presentamos una nueva edición de nuestra semana cultural. En esta ocasión la temática de la misma versará sobre música y mitología.
Encontraréis un montón de actividades educativas, culturales y recreativas que esperamos que sean de vuestro agrado. Toda la comunidad educativa está invitada: alumnado, familias y profesores. Hay actividades pensadas para cada uno de ellos.
Las actividades se desarrollarán los días 1, 2 y 3 de marzo, principalmente en horario de tarde. En los siguientes documentos encontrarás toda la información.
Cuadrante horario. En este cuadrante verás todas las actividades que se van a realizar. Consta de tres hojas, una por cada día. Verás el horario y la sala donde se realiza. Las actividades están resaltadas en color según el tipo de actividad: concierto, taller, audiovisual, concurso, etc.
En los siguientes cuadrantes tienes las actividades seleccionadas según el curso, para que el alumnado y las familias podáis ver fácilmente las actividades que mejor se adaptan a vosotros.
En el siguiente archivo tienes la información completa de cada actividad. En ella se indica además de la hora y lugar, la descripción de la actividad, en qué consiste y a quién va dirigida. También la duración aproximada de la misma. Es conveniente que una vez que seleccionéis las actividades leáis la descripción de las mismas por si es necesario inscribirse o traer algún material.
La entrada a todas las actividades es libre, siempre teniendo en cuenta el aforo. Para algunas actividades es necesario inscribirse. Las inscripciones las encontrarás en la Conserjería del Complejo.
Durante esos días, la actividad docente dentro del aula se sustituye por la asistencia a los diferentes conciertos, ensayos, talleres, etc. organizados dentro de la Semana cultural.
Como en la edición anterior, todo el alumnado tendrá una tarjeta donde se le irán sellando las actividades a las que acuda. Este año, como novedad, entre todos los participantes con la tarjeta completa (6 actividades) sortearemos 2 cheques (uno de 50€ y otro de 25€), para canjear en PROMÚSICA por material musical. Para ello, dispondremos de un buzón donde podréis depositar vuestras tarjetas una vez terminada la Semana Cultural.
Os animamos a participar en el mayor número posible de actividades. Creemos que esta semana cultural es un enriquecimiento del proceso de enseñanza-aprendizaje habitual, convirtiéndose en un momento ideal para reforzar el interés de los alumnos por otros aspectos musicales y culturales que no hay tiempo de tratar en las clases semanales. Sin lugar a dudas, fomenta la colaboración y sirve para desarrollar vínculos más estrechos entre miembros de la comunidad educativa sin olvidar el aprendizaje de cosas nuevas en un ambiente lúdico.
Durante los tres días podréis ver la exposición «A Contratempo» de Laura Cirilo Fariñas. Habrá visitas guiadas de 16 a 19 horas. El jueves 2 de marzo a las 19 horas habrá visita guiada y también coreografía a cargo del Conservatorio Profesional de Danza.
El jueves a las 20 horas tendremos un especial concierto a favor del «Viaje fin de curso a Lisboa», ofrecido por el alumnado de 5º y 6º. Las entradas-donativo podrán adquirirse en la puerta del Auditorio San Francisco, media hora antes de que comience el concierto.
A continuación puedes leer estas historias sobre Apolo, el dios de la música…
Latona en Delos
Hace mucho, mucho tiempo, cuando Zeus gobernaba sobre los dioses y los hombres, la isla sagrada de Delos no se encontraba fija en su actual posición en las Cícladas. En aquella época era una isla flotante, en continua deriva por mares y océanos, hasta que un día una diosa acertó a pisar sus orillas, con el miedo y la angustia reflejados en su rostro. Su nombre era Latona. Llevaba en su seno dos hijos de Zeus, Apolo y Artemisa, y estaba buscando un lugar en donde poder dar a luz.
«¡Oh, isla!» gritó la diosa, «viajera por los siglos sobre las olas, dame refugio y deja que tenga mis hijos en tu suelo. Por todo el mundo me ha estado siguiendo la Pitón, el monstruo espantoso que la celosa Hera ha enviado detrás de mí para buscar venganza. He estado en Ática, en Tracia, en Lesbos, en Chios; en todas partes. En ningún lugar me dejan dar a luz. Tienen miedo de Pitón y de la cólera de Hera. Acógeme ahora, tú que sabes lo que significa ir errante y yo te prometo que Apolo, el hijo que tendré, levantará en tu suelo un espléndido templo que hará famoso tu nombre».
Apenas habían salido estas palabras de los labios de Latona, cuando un violento temblor sacudió a todo Delos. Dos enormes rocas surgieron entonces del fondo del mar y la isla se posó definitivamente encima de ellas, fijándose de una vez para siempre en la posición en la que hoy día se encuentra. Y así, Delos acogió a la diosa.
El nacimiento de Apolo
Inmediatamente, una multitud de otras diosas acudió en ayuda de Latona. Nueve días completos con sus noches estuvo haciendo esfuerzos hasta que finalmente, a la décima noche, trajo al mundo a sus hijos; en ese mismo instante la oscuridad se tornó brillante luz diurna y el sol apareció en toda su majestuosidad en los cielos, arrojando sus rayos dorados sobre toda la isla. En verdad, no podía haber ocurrido de otro modo, pues el hijo que ella tuvo no era otro que el dios de la luz, Apolo, el de los cabellos dorados; y con él nació también la severa Artemisa, la diosa de las noches iluminadas por la luna.
Pasaron cuatro días y Apolo se había convertido ya en un grácil joven lleno de fuerza inmortal. Cuando Hefaistos le dio como regalo un arco de plata con flechas de oro que no podían fallar en el blanco, el joven dios decidió matar a Pitón, el monstruo que había perseguido de manera tan implacable a su madre.
Apolo mata a la Pitón
Sin vacilar ni un momento, Apolo voló al Parnaso, en donde el terrible monstruo tenía su guarida. Hasta ese instante, nadie se había atrevido a levantar su brazo contra la Pitón, que extendía por doquier desdichas a su alrededor. Dondequiera que arrastrara su cuerpo de serpiente, el suelo y sus frutos se pudrían y una insoportable putrefacción se desplegaba sobre la tierra, mientras que los hombres morían de inmediato nada más posar la vista sobre su forma horrible.
Tan pronto como el terrible dragón se dio cuenta de que alguien osaba probar sus fuerzas contra él, salió de la guarida y arrastró su enorme longitud entre las rocas, buscando el enemigo. Cuando el monstruo vio que el ser que estaba ante él no era otro que el hijo de Latona, se volvió loco de ira y en la furia echaba espuma por la boca. Levantándose en sus anillos de serpiente, la Pitón surgió de modo amenazador por encima de Apolo, echando hacia atrás su cabeza para emprender la arremetida que despedazaría al joven dios en trozos sanguinolentos.
Más rápido que el rayo, Apolo disparó una única flecha sobre la Pitón, y acertó con el impacto exactamente entre los ojos.
Un terrible aullido resonó a través de los barrancos de la montaña al tiempo que el horrible monstruo, mortalmente herido y retorciéndose de dolor, golpeaba sus escamas contra las faldas rocosas del Monte Parnaso, juntando y separando los anillos en toda su longitud. De pronto se alzó, enorme y amenazador, en toda su altura sólo para caer hacia atrás con un pavoroso golpe que hizo temblar a toda la montaña. La Pitón había muerto.
El himno de la victoria
Lleno de alegría por la gran victoria, Apolo empuñó su querida lira de oro y comenzó a cantar el himno de la victoria. Al triunfo de un hecho heroico se añadía otro, un triunfo que no era más que una canción, pero tan maravillosa que el mundo no había escuchado nunca nada parecido. De sus palabras y de su música surgió todo el contraste entre la lucha salvaje y la paz, entre la destrucción y la creación, la muerte y la vida. Era una canción de fuerza y de belleza arrolladora, una canción que la naturaleza escuchó en silencioso respeto y que llenó los ojos de la humanidad oprimida con temblorosas lágrimas de felicidad.
Cuando Apolo finalizó su himno, un poderoso clamor surgió de todos lados. Era el regocijo tumultuoso y los gritos de deleite de la humanidad y de toda la naturaleza, el estruendo de sus aplausos a ese himno triunfante. Apolo ha conservado inalterado y bien merecido el título de dios de la música.
Apolo enterró a Pitón en la falda del monte Parnaso y sobre la tumba del monstruo levantó un templo y un oráculo. Se trataba del oráculo sagrado de Delfos, que revelaba a los hombres las decisiones del todopoderoso Zeus.
El pastor del rey Ademto
Sin embargo, Pitón era hijo de la Madre Tierra, y al matarle, Apolo se convirtió en un asesino. Ya que él era el mismo dios que un día habría de tener el poder de absolver a los criminales de sus pecados siempre que estuvieran verdaderamente arrepentidos, la primera obligación era purificarse él mismo del delito de su propio crimen, aunque fuera sagrado, tal como rige por igual tanto para los dioses como para los hombres. Y así, abandonando su forma inmortal, se fue a Tesalia en donde se convirtió en un humilde pastor, al servicio del rey Admeto de Feres. De este modo, el joven de dorados cabellos cuidó de los rebaños reales y nadie, ni incluso el mismo Admeto, sospechó que ese pastor fuera Apolo, el dios de la luz.
Cosas todavía más extrañas sucedían cada vez que Apolo llevaba a pastar el ganado de su amo. Siempre que el dios cogía la lira y dejaba que sus dedos jugaran sobre las cuerdas, los animales salvajes salían del bosque como embrujados y saltaban alegremente a su alrededor, mezclados con las vacas y con las ovejas. Desde el momento en que se produjo la llegada de Apolo, la riqueza y la felicidad comenzaron a fluir en la corte de Admeto. Sus rebaños se multiplicaron, sus almacenes se llenaron de sacos de grano y las orzas quedaron rebosantes de aceitunas y vino, aceite y mantequilla. De las paredes y de las vigas del techo colgaban bolsas llenas de quesos y de otros alimentos, todos de la mejor calidad.
El joven y gentil Admeto se congratulaba de la abundancia que veía a su alrededor. Montado en su corcel blanco, gustaba de cabalgar por la llanura admirando sus rebaños, sus brillantes y bien musculados caballos galopando por las onduladas praderas y sus poderosos bueyes clavando profundamente el arado en el fértil suelo.
Muchos reyes querían tener ahora a Admeto por yerno y le ofrecían sus hijas, pero él solamente amaba a Alcestes, la encantadora hija de Pelias, el rey de la vecina Iolchus.
Sin embargo, Pelias no tenía intención de casar a su hija, pues quería conservarla a su lado, para que cuidara de él cuando fuera viejo. Declaró por tanto que solamente concedería a su hija a aquel hombre que pudiera enganchar a su carroza un león y un jabalí juntos.
¿Cómo podría ser alguien capaz de uncir a dos animales salvajes tan diferentes, si todavía nadie había podido ni siquiera hacerlo con cada uno de ellos por separado? Pero a pesar de ello, Admeto estaba tan envalentonado por su amor hacia la dulce Alcestes, que quería correr el riesgo de ser despedazado por las fieras. Y cuando Apolo oyó su valiente determinación, decidió ayudarle y le dio la resistencia que necesitaría para lograr ese propósito.
Y así, el intrépido Admeto llevó adelante la gran proeza que Pelias había exigido y se dirigió, atronador, por el camino que conducía a Iolchus, con un león y un jabalí enganchados a su carro.
Vencido y asustado ante la increíble hazaña del valeroso joven, Pelias entregó gustoso a su hija. Alcestes ocupó su lugar en la carroza y Admeto la llevó triunfante de vuelta a su palacio, en donde se celebraron suntuosas bodas.
La tierra más allá del norte
El mismo Apolo se había obligado a servir durante nueve años a Admeto y cuando el noveno año llegó a su fin, el dios de cabellos de oro regresó a Delfos, finalmente purificado. A partir de entonces habría de ser el dios del grande y noble ideal del perdón, ofreciendo su protección a todo aquel que mostrara un remordimiento sincero y verdadero.
Apolo gustaba de estar en Delfos, en donde se alzaba ahora un majestuoso templo y el sagrado oráculo. Pero de todas maneras no se olvidaba de Delos, la isla de su nacimiento, y sobre todo, no olvidaba la promesa que su madre, Latona, había hecho antes de que él naciera. Por esta razón, al cabo de no mucho tiempo, un templo resplandeciente, construido por el dios, se levantaba entre los otros monumentos sagrados de la isla.
Pero de vez en cuando, abandonaba Grecia para viajar hasta la mítica tierra iluminada por el sol, situada más allá del norte y en donde ahora vivía su madre.
Los viajes de Apolo a esta región encantada eran largos pero maravillosos. Montado en un carro alado que era tirado por dos grandes cisnes blancos como la nieve, avanzaba a gran altura, por encima de las nubes, dejando Grecia detrás suyo. Al ir desplazándose progresivamente más hacia el norte, podía ya divisar desde arriba las primeras nieves cubriendo los picos de las montañas con casquetes blancos. Gradualmente, la capa de nieve iba haciéndose cada vez más espesa, hasta que todo lo que se extendía por debajo del carro del dios parecía estar tapado con una blanca capa. Pero por encima de las nubes, por donde volaba Apolo, el tiempo parecía una primavera eterna y los grandes cisnes, infatigables, hacían avanzar suavemente el carro. Por último, todavía más al norte, la nieve comenzaba a hacerse escasa y más allá del polo mismo, los rayos del sol atravesaban las nubes, esparciendo su luz sobre una tierra encantada.
Este era el país de los hiperbóreos, la tierra situada más allá del norte. Era una región en donde reinaba una eterna primavera, de brillantes colores y bañada en una luz fresca; una región en donde resonaban los ecos del chapoteo de las aguas y de los dulces cantos de los pájaros multicolores. Tan pronto como el dios de cabellos de oro descendía de su carro y ponía pie sobre la verde hierba, los pájaros rompían en un canto frenético de bienvenida y volaban entre las ramas y los dorados rayos de la luz solar. Cantaban de una manera tan maravillosa que su melodía casi rivalizaba con las notas divinas que Apolo arrancaba a su lira.
Pero al mismo instante en que esto sucedía, en la distante Grecia las nubes oscurecían el cielo. Y venían a continuación el frío y la lluvia ya que el dios de la luz había abandonado su patria y en su lugar venía el oscuro invierno. Amontonados alrededor del fuego, la gente esperaba pacientemente el regreso de Apolo y el final del invierno. Cuando el dios de la luz volvía, hacía desaparecer los días oscuros con sus dorados rayos y traía la primavera, fresca y rutilante. La gente celebraba entonces grandes fiestas en honor del dios y cantaba canciones acerca del sol, de la luz y de las alegrías de la vida.
Apolo y Dafne
Apolo amaba todas las cosas bellas de la vida. Se encontraba un día en Delfos tirando al blanco con sus flechas de oro y mientras que practicaba, llegó el joven Eros, el hijo alado de Afrodita, buscando la oportunidad de capturarle en sus redes con algún asunto del corazón.
Al ver que la flecha del dios había acertado en una manzana que colgaba de una rama distante, Eros tensó su arco y dio también en el mismo blanco.
«Déjame solo, pequeño, y deja que dispare mis flechas» exclamó Apolo disgustado «y no seas tan temerario intentando comparar tu destreza conmigo».
«Sé que tus flechas no fallan nunca el blanco, pero las mías también llegan al suyo» replicó Eros aún más enfadado que Apolo; y con ello abrió sus alas y voló hasta la falda del Monte Parnaso. Sacó entonces de su carcaj dos flechas, una para despertar el amor y otra para que la persona amada solamente sintiera miedo y aversión. Con la primera de ellas hirió a Apolo en el corazón y con la segunda disparó a la ninfa Dafne, hija del río Peneo, que acertaba a pasar por allí en ese momento.
Atravesado por el dardo del amor, Apolo quedó deslumbrado ante el atractivo rostro y las nobles formas de la ninfa y corrió detrás de ella para hablarle.
Sin embargo, Dafne había sido alcanzada por el dardo que rechaza el amor y tan pronto como divisó a Apolo se alejó de él. El dios de los dorados cabellos se seguía acercando, pero Dafne se alejó todavía más a grandes pasos. Dando algunos saltos trató de aproximarse de nuevo a la hermosa ninfa. Esto ya era demasiado y Dafne emprendió la huida. Apolo corrió entonces detrás suyo como si estuviera poseído, gritándole para que se detuviera. Pero ella corría con mayor rapidez. Las dos flechas de Eros habían alcanzado su meta.
“¡Detente, detente, te lo ruego! suplicó Apolo. No quiero hacerte daño». Pero la ninfa de pies ligeros eludía continuamente los intentos de captura. Sin embargo, Apolo no se daba por vencido y continuaba corriendo detrás de ella y pidiéndole que se parara.
«¡No tengas miedo, hermosa ninfa!» gritó «¿Por qué huyes como si te estuviera siguiendo un animal salvaje? No soy un diablo. Soy Apolo, el hijo de Zeus. ¡Deja de correr como un ciervo asustado, te lo ruego! »
Pero Dafne continuó corriendo. Apolo le daba a veces alcance y parecía que iba a cogerla, pero ella volvía a separarse con un súbito salto. Volvía a continuación a perseguirla, poniéndose a su altura hasta casi poder cogerla, pero de nuevo ella se le escapaba de las manos como una mariposa asustada.
A pesar de ello, el dios de los cabellos de oro no quería desistir de su empeño. El dardo del amor había encendido en su interior un amor que no podía apagarse.
«No puede durar mucho más. Antes o después se cansará y la podré coger» se dijo a sí mismo, mientras que seguía corriendo detrás de la ninfa.
En efecto, poco a poco Dafne comenzó a cansarse. Apolo se le acercaba cada vez más. Estaba alargando ya sus manos, casi tocándola, cerca ya de capturarla.
«¡Oh dioses y Madre Tierra!» murmuró Dafne «¿por qué me habéis dejado caer en las garras de Apolo? No le quiero a él por esposo. Preferiría convertirme en una roca o en árbol, antes de que me tocara».
Apenas había pronunciado Dafne esas palabras, cuando sus pies echaron raíces en el suelo. De su cabello y de sus brazos crecieron ramas y hojas mientras que su cuerpo se convertía en el tronco de un árbol. La adorable ninfa se transformó de este modo en un oloroso arbusto de rododafne, el laurel de nuestros días, y en lugar de poder abrazarla, Apolo se encontró agarrando un ramillete de hojas.
El dios de los cabellos dorados quedó sumido en el desconsuelo. Estaba afligido de pensar que tan de repente y de una manera tan rápida había perdido a la ninfa de la que se había enamorado. Con ojos tristes, acarició el follaje del oloroso laurel y arrancó entonces un puñado de hojas con las que hizo una guirnalda para su arco. Apolo no olvidaría nunca a la hermosa e indomable ninfa y ésa es la razón por la que se le ve con frecuencia llevando una corona de hojas de laurel en su cabeza.
Apolo y Marpesa
Apolo no se casó nunca. Fue el más hermoso de todos los dioses y vivió su vida tal como le apetecía. En una ocasión prometió casarse, pero incluso entonces era dudoso que hubiera permanecido fiel, y afortunadamente la boda no se celebró.
La muchacha fue Marpesa, hija del rey de Etolia. Su padre, Eveno, la trataba con rigidez pero era un guerrero notable y valiente.
Había anunciado que daría la mano de su hija solamente a aquel hombre que le venciera en un duelo de carros.
Marpesa era tan hermosa y su fortuna tan inmensa que al principio hubo muchos que tuvieron el coraje suficiente de enfrentarse a Eveno; pero éste dio muerte a todos y cada uno de ellos y no quedó ya nadie que se atreviera a enfrentársele, hasta que un día, un joven hermoso y osado, apareció ante Marpesa montado en un caballo alado, un pegaso. Era el heróico Idas, hijo del rey de Mesenia, que no había sido nunca derrotado en batalla.
Marpesa había oído muchas historias sobre las hazañas de Idas y quedó aterrada cuando le vio. Mejor no casarse que hacerlo con el hombre que mataría a su padre; hasta entonces no había habido más jóvenes guerreros con quienes tuviera que enfrentarse Eveno, pero el famoso héroe Idas sí que podía matarle.
Idas vio reflejado el miedo en los ojos de Marpesa y dijo dulcemente: «Escucha hermosa princesa. No he venido a matar a tu padre y no deseo ni sus riquezas ni su trono. ¡Ven, huyamos en secreto antes de que rompa el alba!
Cuando Marpesa escuchó la propuesta del noble joven quedó embargada de felicidad e inmediatamente accedió a irse juntos. Él la colocó a lomos de su espléndido pegaso, que era un regalo de Poseidón, y volaron los dos rápidamente hacia Mesenia.
Tan pronto como el rey Eveno se dio cuenta de que su hija había huido con Idas, llamó a Apolo en su ayuda. El dios, que también amaba a Marpesa, accedió gustoso en ayudarle y enseguida, en cuanto que llegó el alba, ambos iniciaron la persecución de los amantes fugitivos.
Pero cuando cruzaban el río Licormas, Eveno fue arrastrado por las turbulentas aguas. Apolo le agarró y le sacó pero era demasiado tarde: Eveno estaba muerto. El dios juró sobre el cuerpo del rey que le arrebataría Marpesa a Idas y que la haría su esposa. Y prometió también al rey muerto que aunque hubiera perdido la vida, su nombre sería inmortal, pues el río en el que se había ahogado se llamaría a partir de entonces el Eveno. Habiendo pronunciado estas palabras, el dios reanudó la persecución detrás de Idas; antes de que el joven hubiera podido alcanzar el refugio de Mesenia se encontró cara a cara con Apolo.
Idas adivinó de inmediato por qué había venido el dios, pero en lugar de retroceder se puso rápidamente delante de Marpesa para protegerla, mientras que su ceñudo rostro indicaba que estaba dispuesto para todo lo que sucediera. El joven que había evitado el duelo con Eveno, un simple mortal, no temía medir ahora sus fuerzas con un dios. Al cabo de breves instantes, los dos adversarios estaban enzarzados en un combate.
Fue una lucha terrible. Aunque Idas no era un dios, era más fuerte que un león y luchaba contra Apolo como su igual. No pasó mucho tiempo sin que Zeus se diera cuenta del tumulto y decidiera separarlos. Sin embargo, estaban trabados en un combate tan furioso que parecía imposible hacerlo, y hasta que el señor del Olimpo no lanzó un rayo entre ellos no se interrumpió la lucha.
Cuando se pusieron en pie, Zeus les ordenó que le explicaran por qué era la riña.
«Padre Zeus» protestó Apolo «quiero a Marpesa por esposa y este mortal muestra una gran falta de respeto interponiéndose en mi camino».
«Padre de los dioses y de los hombres» replicó Idas «Marpesa es mía y no hay nada que me haga renunciar a ella.»
Zeus permaneció pensativo durante algunos instantes y después, dirigiéndose a Marpesa dijo:
«Bella princesa, tú tienes derecho a elegir por ti misma el esposo que quieras y te prometo que se cumplirá cualquier cosa que decidas.»
Marpesa dio humildemente las gracias a Zeus por su decisión y después, girándose hacia el dios de la luz, dijo:
«Apolo, tú eres un dios y gozarás de eterna juventud, pero yo me haré vieja y entonces, un día me abandonarás. Señor Zeus, durante años he estado viviendo en la angustia sabiendo que estaba destinada a casarme con el que matara a mi padre. De todos mis pretendientes, solamente Idas ha demostrado amor, discreción y coraje indomable. Yo le amo y deseo convertirme en su esposa».
Y así se cumplió. Apolo se sometió a la voluntad de Zeus y lleno de admiración hacia el buen sentido de Marpesa y el arrojo de Idas, les deseó toda suerte de felicidad y partió hacia Delfos.
Las estrofas de la lira de oro
Apolo no conoció nunca la tristeza – ¿no tenía acaso su lira que ahuyentaba todas las preocupaciones y le proporcionaba calma y alegría? Solía tocarla durante las grandes reuniones de los dioses en el Olimpo. Cuando sus dedos pulsaban las cuerdas mágicas del dorado instrumento, las nueve musas corrían alborozadas a su lado y comenzaban a entonar la canción, y todo el lugar se llenaba con los ecos de dulces melodías inmortales. Y cuando estaban de humor para bailar, las Musas y las Gracias se levantaban a la vez y con ellas la hermosa Afrodita; pero la primera de todas era la hermana de Apolo, la gentil Artemisa.
Y al animarse los espíritus en el Olimpo, disminuía la infelicidad en la Tierra.
Asclepio
Apolo tuvo también algunos hijos, uno de los cuales fue Pan, el dios de los bosques con pies de cabra. Otro de sus hijos fue el famoso médico Asclepio, o Esculapio; su madre fue Coronis, hija del rey de Tesalia, que murió nada más darle a luz. Apolo dejó entonces al niño al cuidado del maestro más sabio del mundo, el centauro Quirón, que vivía en las laderas densamente pobladas de bosques del monte Pelión. Bajo la guía de Quirón, Asclepio aprendió tanto de medicina que al final sus conocimientos sobrepasaron a los del maestro. No solamente no había enfermedad que él no pudiera curar sino que había aprendido incluso a resucitar a los muertos.
Sin embargo, ésta fue una bendición destinada a no ser disfrutada durante mucho tiempo por los hombres, puesto que Hades, el señor de los Infiernos, se quejó ante su hermano Zeus de este abandono de la muerte, temiendo que si continuaba así el Reino de los Infiernos pronto quedaría vacío.
Cuando el señor del Olimpo escuchó que la muerte retrocedía ante la vida, saltó encolerizado. Su semblante se oscureció, sus ojos adquirieron un brillo feroz e inmediatamente el cielo se llenó de nubes negras.
Surgieron rayos, resonaron truenos y la tierra comenzó a temblar. Fue como si los cielos se hundieran.
«¿Quién es él para cambiar el orden establecido y las leyes que gobiernan al mundo?» bramó el señor de los dioses y de los hombres, y derribó instantáneamente a Asclepio con un rayo, enviándole al Reino de los Infiernos.
Apolo quedó afligido por la pérdida de su hijo, pero su muerte fue aún más sentida por los hombres mortales que le habían venerado por encima de muchos de los dioses.
Sin embargo, incluso desde el Reino de los Infiernos, Asclepio continuó teniendo el poder de ayudar a la humanidad y de curar la enfermedad, y en toda Grecia hubo templos levantados en su honor y otros edificios llamados «esculapias», que eran una especie de hospital que se construía en el lugar más sano de cada región. Los sacerdotes de Asclepio, que eran también médicos, curaban allí las enfermedades mediante consulta, con hierbas medicinales y con plegarias.
Asclepio era ayudado en su trabajo por sus hijas Higea y Panacea. La primera de ellas se encargaba de que la gente viviera de un modo más sano para evitar la enfermedad, mientras que la segunda era una farmacéutica maravillosa. Preparó una medicina, cuyo igual no podía encontrarse en ningún lugar y que se llamó también panacea. Era un medicamento muy raro que curaba cualquier mal, o al menos, eso decían las gentes.
El sábado 17 de diciembre, la Escolanía y el Coro Juvenil se unirán al Coro de la Universidad de Extremadura y nos ofrecerán un especial Concierto de Navidad en la Iglesia de Santo Domingo.